Última infancia en los pueblos de Castilla.

Al igual que en muchos otros pueblos de la España rural y profunda (tal y como la llaman algunos), en Chércoles y en los pueblos de alrededor, la generación de los 80, será la última que vea desarrollar su infancia al abrigo de los miles de pueblos que salpican la tierra castellana.

Soria, al igual que otras provincias españolas como Teruel, Segovia o Ávila, posee una densidad de población inferior al 0,35%, y este dato a ido en descenso desde hace varias décadas. La tendencia, lejos de invertirse, es que cada vez más las personas emigren hacia núcleos urbanos más grandes.

La Garduña es la revista que se edita en la Asociación Cultural Los Elegantes de Chércoles. En ella, además de información sobre las fiestas y los distintos eventos que se llevaran a cabo, suele venir un artículo. Estos días no escribí nada en el blog porque estuve centrado en escribir este artículo. Líneas que no significan nada más que los recuerdos de dos amigos de la infancia que tuvieron la deferencia de compartirlos conmigo para que yo pudiera escribirlos.

Os dejo el artículo para ver si toco un poco vuestra vena sensible en este día, 7 de julio, San Fermín.

La última infancia de Chércoles

Dos quedamos en el bar, dos de los últimos que habíamos crecido en Chércoles, dos de los tres que siempre estuvimos juntos y que poco a poco supimos que nuestra aventura y nuestra infancia tenía una fecha de caducidad que había sido escrita mucho tiempo atrás.

Chercoles LLavesLos dos nos miramos y en un momento lo vimos claro, ninguno quería irse a dormir, ninguno quería dejar de ser lo que éramos para ser otra cosa. Aquella era nuestra última noche y después de aquellas últimas horas, cada uno tomaríamos rumbos distintos y el pueblo, nuestro pueblo y el alma que en él vive, se quedaría un poco más vacía como había venido pasando desde hace ya muchos años.

Solo una mirada entre hermanos, amigos de toda la vida, primos o parejas puede decir lo que aquella mirada dijo. En un segundo nos acordamos de todas las historias que al cabo de muchos años recordaríamos con el cariño del que se sabe casi único.

La noche de la helada, con todo el pueblo reunido en el bar, donde pasamos uno de los mejores ratos de aquellas fechas. El agua se helaba casi al instante cuando caía sobre el asfalto y la idea estaba clara… congelar más si cabía, las calles del pueblo con cubos de agua. No se podía describir el frío que hacía, ni la sensación de saber que el pueblo congelado era, en parte, obra nuestra. Chiquilladas de niño en ese momento que se transformó en una anécdota que perdurará para siempre.

Las hogueras improvisadas en medio de la calle, remedio inteligente, casero y perspicaz para evitar o directamente deshelar las tuberías que llevaban el agua desde el depósito a las casa de Chércoles. Mano a mano con los vecinos, con nuestros padres, con la familia que éramos el pueblo entero.

El Jabalí que se quedó dormido en la plaza del pueblo y que a la mañana siguiente hubo que espantar. Cómo las madres nos protegían como si aquel animal tuviera la menor intención de hacernos daño y cómo, los pequeños que estábamos, intentábamos escaparnos para ir con nuestros padres detrás del animal.

El rancho que el buen Sixto, el pastor del pueblo, hacía en la casa de la plaza, ese olor que llegaba a Chercoles Arboltodos los rincones y que hacía que el corazón te diera un vuelco porque sabías que significaba que el buen hombre había vuelto de estar con su ganado. Como cuando Sixto bajaba al bar, nunca hubo problema porque no se aclarara con las cuentas, porque tabernero y clientes le ayudaban encantados al igual que él ayudaba, siempre que era necesario, a cualquiera que necesitara una mano amiga.

La burra del pastor y las perrerías que le hicimos, los trozos de pan duro que le dábamos para que anduviera y poder “galopar”, aunque solo fuesen 20 metros, a lomos del animal. Como aquella noche de disfraces, hará ya unos cuantos años, varios muchachos del pueblo la hicieron participar en uno de los mejores disfraces que hubo hasta la fecha.

El horno donde se hacían las perronillas y las magdalenas, el pueblo reunido en torno a él y lo que nos caía de propina para merendar o almorzar. Ese olor que se quedaba en la ropa, que con el tiempo pasó a ser un olor que se quedaba como añoranza de tiempos pasados.

El miedo que pasamos cuando varios lobos empezaron a comerse al ganado, y el alivio y orgullo de pertenencia que sentimos cuando finalmente el problema se pudo solucionar y no fue a más.

Las tardes primavera y de otoño, los que éramos, siempre juntos, haciendo arcos y flechas, jugando al golf, descubriendo sitios abandonados, las horas de frontón, las conversaciones interminables en el calvario, las cocheras que acababan por derrumbarse y las carreras y excursiones con la bici.

Pero sobre todo recordamos cómo compartimos una infancia que no cambiaríamos por nada del mundo y que nos acompañaría allá donde fuéramos. Infancia que con el paso de los años valoraríamos como se merecía, al saber que nosotros íbamos a ser los últimos de una historia que comenzó mucho antes.

Nos despedimos con un abrazo que en ese momento lo significó todo y cada uno pusimos rumbo hacia nuestra casa. Fui fijándome en cada piedra suelta de la calzada, en cada socavón por el que había intentado saltar con la bici, cada puerta que en más de una ocasión había golpeado para pedir esquilo, las ruedas de los tractores aparcados fuera de las cocheras que en más de en una ocasión se congelaron… detalles que sabía que quería retener en mi memoria para poder llevarme una parte allá donde fuese.

Entré a la casa casi sin hacer ruido, ya era tarde y no quería despertar a mis padres porque en algo menos de dos horas nos levantábamos para ponernos en marcha. Me puse el pijama pensando en todo aquello que había visto camino a casa y que no quería dejar de recordar. Poco a poco una sensación de desazón me invadió por completo. Debajo de dos mantas y abrazado a mi almohada, como si tuviera la capacidad de retener los momentos vividos, supe que, por mucho que otras ciudades pudieran darme, nada podría compararse nunca a la infancia que el alma de Chércoles me ofreció, ni a los momentos que, desde entonces, pasaron a formar parte de mi ser.

Yo era uno de ellos, de los últimos y así tenía que ser.

 

@Dedicado a todos aquellos niños, última generación de la infancia de Chércoles.